Llevo dos días en la capital del Bajo Aragón. Me produce Teruel dos sensaciones encontradas. Que se corresponderían con estas dos imágenes que he seleccionado, separadas por apenas unos metros. Por una parte, un agobio como de vejez arrastrada y carcomida por el tiempo. Una especie de dejadez vital que se refleja en las relaciones, por ejemplo, con la hostelería, desastrosas por sistema. Un Teruel como inexistente, pese a la machacona publicidad. La calle de San Benito, bonito nombre, en su estrechez, ha propiciado la aparición de una especie de pieza de arte público, marca de la ciudad, mezcla entre Barceló y Tapies emergida desde las rozaduras de los camiones de reparto, artistas inconscientes de una realidad fluida y cambiante.

Pero por otra parte está el Teruel hermoso, ajedrezado de torres mudéjares y de restos arquitectónicos solucionados con seriedad, pese a la cercanía de las corrientes falleras de las facultades de Bellas Artes levantinas, tan contentas ellas por la puesta en marcha de unos estudios similates en la capital bajo aragonesa, tan cerca que les permita seguir viviendo en Castellón o Valencia... El Teruel que da para imágenes como la que sigue y que recibe premios por las soluciones urbanísticas de su intrincado plano.

Cuando me toca trabajar, que es casi siempre que estoy aquí, la sensación que domina me domina es del Teruel de la primera imagen. No lo puedo remediar.